Con una obra marcada por el detenimiento y la textura, esta artista chileno-italiana nos habla del arte como refugio y de la contemplación como forma de resistencia. Crea obras pensadas para contemplar: mundos imaginarios y colores que buscan acompañar, crean paisajes interiores donde la memoria y el tiempo se tocan. En sus piezas la textura alcanza un protagonismo escultórico que desafía los límites de lo pictórico.
Hay artistas cuya obra parece susurrar en lugar de gritar. Que invitan a mirar de cerca, con los ojos y con la piel. Francesca Piroddi es una de ellas. Su trabajo no se impone, sino que seduce lentamente, como una canción antigua que vuelve a oírse en una calle de piedras, en la plaza de los recuerdos.
Sus cuadros, cargados de capas de yeso y polvo de mármol no solo se miran: se sienten, se viven. Como si fueran muros arrancados de un viejo palacio en ruinas, llevados a la intimidad de una sala o un dormitorio, para recordar que el paso del tiempo es hermoso en esencia.
Desde niña, la sensibilidad estética era algo central e importante en ese mágico planeta en el que habitaba Francesca.
“Siempre he amado las artes. No solamente el arte pictórico o el dibujo, también la danza, el canto. Es algo que practico a diario”, dice con una mezcla de convicción y ternura. Su biografía está escrita con las letras de la señal de una bifurcación en un camino misterioso: por un lado, la rigurosidad profesional del periodismo; por otro, la devoción casi mística por lo sensorial, lo antiguo, lo artesanal.
El arte no le llegó como una epifanía, sino como una herencia afectiva. Hija de un padre italiano con vocación gastronómica y de una madre formada en danza en el Conservatorio de la Universidad de Chile, Francesca creció entre platos perfumados y cuerpos que se movían al compás de la música clásica. “Mis dos papás son creativos. Mi papá tiene el arte de la gastronomía y mi mamá de la danza. Y mis hermanos también: ambos pintan al óleo”, cuenta con emoción.
Pero quizás el germen más profundo de su imaginario artístico está en el sur de Italia, en Mesagne, Puglia. Cada verano era una peregrinación al origen, un viaje hacia los abuelos y hacia la luz cálida del Mediterráneo. “Me crié viajando a ver a mis abuelos, al pueblo donde nació mi papá. Esa conexión con Italia fue fundamental. Es un país tan rico a nivel artístico y cultural. Gozo de esa esencia italiana, que ha sido una gran influencia para mí”.

Francesca no se formó en una escuela de arte tradicional, y quizás por eso su mirada es libre, intuitiva, profundamente personal. Pero sí hubo un momento de inflexión: su paso por la Accademia del Giglio en Florencia. Allí aprendió no solo técnicas tradicionales —como el trompe l’oeil o el finto marmo—, sino también a afinar su mirada sobre la materia misma: la textura como forma de pensamiento.
“Lo que hago hoy tiene mucho que ver con lo que aprendí allá. Estudié técnicas tradicionales como el estuco veneciano, el trabajo sobre yeso húmedo. Me inspiran los frescos del Renacimiento y los murales antiguos.»
A diferencia de muchos artistas contemporáneos que buscan lo conceptual desde lo efímero, Francesca crea obras que podrían confundirse con fragmentos arqueológicos.Muchos de sus cuadros parecen pedazos de muros rescatados de antiguas villas toscanas, trabajados con espátula, arena, acrílicos diluidos, polvo de mármol y otros elementos. Y, sin embargo, no hay nostalgia en su gesto, sino una especie de alquimia visual que renueva la tradición con un pie en la abstracción y otro en el surrealismo sutil, en un profundo y secreto viaje por un río onírico de constantes pero suaves corrientes.
El color como detonante
En su proceso creativo, no hay bocetos ni planes rígidos. El punto de partida, dice, casi siempre es el color. “Un conjunto de tonos puede evocar una escena o una atmósfera. Eso se convierte en mi guía intuitiva”. La sensibilidad cromática funciona como brújula: tonos tierra, blancos, grises piedra, azules calmos… colores que no gritan, que murmuran.
La primera capa en sus lienzos no es pintura, sino textura. Francesca comienza por modelar el relieve del soporte con una mezcla espesa, casi escultórica. “Uso yeso, arena, polvo de mármol y acrílicos diluidos. Es literalmente esculpir la superficie con espátula. Y luego viene el agua. Cuando aplico la pintura diluida, el agua arrastra los pigmentos por las grietas y vetas del relieve. Se genera un diálogo muy espontáneo con el material”.

A veces, en ese proceso, emergen formas inesperadas. “Una vez, el agua formó espontáneamente la silueta de árboles cipreses. Entonces trabajé a partir de eso. Agregué aves, copones, detalles. Pero el punto de partida fue completamente orgánico”.
El resultado es una imagen que parece brotar de la superficie misma, no impuesta desde fuera. Una figuración tenue que se funde con el fondo, como si la imagen estuviera revelándose lentamente, en un acto de contemplación. “Busco que las figuras se insinúen y no se impongan. Que la persona que mire la obra se detenga a observar. Es una invitación a desacelerar”.
Lo eterno, lo onírico
Hay una cualidad en la obra de Francesca Piroddi que escapa a la clasificación. Sus cuadros no pertenecen a una corriente única, ni a una técnica pura, ni a un discurso cerrado. Ella misma lo dice: “No me encasillo en ningún estilo. Hay elementos surreales en algunas obras, abstractos en otras. Y muchos referentes de distintas épocas”.
Entre los nombres que nombra, con el entusiasmo de quien habla de una familia extendida, aparecen los fresquistas del Renacimiento —“me encanta Piero della Francesca”, dice con una sonrisa— y artistas contemporáneos como Carol Moreno Lara, que trabaja murales y paisajes de gran escala. Incluso hay una anécdota que ilustra cómo el arte puede ser también un juego afectivo: “Con mi hermano, que también pinta, a veces hacemos colaboraciones y decimos en broma que firmamos como ‘Piero della Francesca’. Él se llama Gianpiero, y yo Francesca. Es una broma, pero también una declaración de principios”.
Sus obras parecen condensar siglos de arte e historia sin caer nunca en el pastiche. Porque lo suyo no es copiar, sino reinterpretar. Traer lo antiguo al presente sin ironía, con respeto casi devocional. “Me inspiro mucho en las paredes envejecidas de Italia y Europa, esos muros que están descascarados, donde se ven las capas del tiempo. Para mí eso tiene una belleza estética y una nostalgia muy potente. Como si cada capa contara una historia”.
De hecho, una de sus series más personales se llama Antique Walls. Son piezas que reproducen, desde la materialidad, esa erosión dulce que el tiempo imprime sobre los muros. “Me inspiran mucho los mármoles, sobre todo en los pisos dameros, los interiores de monumentos, los patrones de color. A veces trabajo directamente desde un fragmento de mármol y trato de replicar su textura, su calidez”.
El resultado es una pintura que bordea lo arquitectónico, una especie de escultura plana que se ofrece como superficie de contemplación. Lo onírico aparece no como recurso explícito, sino como atmósfera: paisajes etéreos, árboles de formas inciertas, aves que flotan más que vuelan. “Me gusta que las obras estén entre lo real y lo mágico. Que no te digan todo al primer vistazo”.




Italia: más que un lugar, un lenguaje
Italia no es solo un país en la biografía de Francesca. Es un idioma afectivo, un perfume, una textura interior. Su padre es de Mesagne, un pequeño pueblo de la región de Puglia, en el tacón de la bota. Desde niña, Francesca viajó cada año para visitar a sus abuelos. Y esos viajes moldearon su manera de mirar el mundo.
“Italia te estimula todos los sentidos”, dice. “Hay una combinación única de arte, historia, música, gastronomía, arquitectura… Y todo eso convive con la naturaleza. Por ejemplo, puedes ver un templo romano al lado de un pino mediterráneo, como si el árbol estuviera custodiando la historia”.
Habla con especial emoción de Liguria, una región donde muchas casas están decoradas con trompe l’oeil: fachadas que parecen tener molduras o balcones, pero son puramente pintura. “Es increíble cómo pintores artesanos italianos crean estas ilusiones. Calles enteras están decoradas a mano. Es una sensibilidad estética profundamente arraigada”.
Esa mezcla de artificio y realidad, de ilusión pictórica y materia concreta, se traduce directamente en su técnica. El trompe l’oeil, el estuco veneciano, el uso del mármol como modelo: todos son parte de un linaje que Francesca no replica, sino que prolonga. “El arte en Italia no está solo en los museos. Está en las calles, en las casas, en la vida cotidiana. Eso me inspira profundamente”.

Incluso la comida aparece en el horizonte de sus deseos artísticos. “Creo que algún día voy a tener que pintar una pizza. Porque también es muy inspiradora”, dice entre risas, pero con la certeza de que en Italia todo puede ser arte. Hasta lo que se come.
Pintar desde el silencio
Hay una palabra que se repite como un mantra en el discurso de Francesca: calma. Quien se acerca a sus obras no busca estridencia ni provocación, sino una pausa. Un respiro. “Muchas personas me dicen que mis cuadros les transmiten paz. Y eso me hace feliz. Porque creo que hoy en día es algo que necesitamos mucho: desacelerar”.
Por eso trabaja con una paleta cromática contenida, casi ascética: blancos, ocres, beige, grises. “Para mí, esos colores generan un silencio visual. Es como traer al interior de tu casa la serenidad de la naturaleza”.
En ese sentido, Francesca pinta desde un deseo que es más emocional que formal: el deseo de habitar la serenidad. “A mí me encanta estar en medio de la naturaleza. Y cuando pinto, lo hago desde esa necesidad. De capturar lo que se siente estar ahí, y entregárselo a quien va a vivir con la obra”.

No hay solemnidad en su búsqueda, pero sí una convicción profunda: el arte puede ser un refugio. Un lugar para mirar sin prisa. Para detener el tiempo, al menos por un instante.
Travertino: la pintura se vuelve piedra
Francesca Piroddi no pinta cuadros. Modela superficies. Esculpe muros. Transforma el lienzo en piedra, en polvo, en ruina. Su técnica no es solo visual, es táctil. Y quizás el mejor ejemplo de eso es su serie Travertino, una línea de obras donde la textura alcanza un protagonismo escultórico que desafía los límites de lo pictórico.
“Esta técnica que uso no solo pinta, también modela. Lleva la obra más allá de la pintura y la acerca a lo escultórico”, explica. La mezcla que aplica es casi alquímica: yeso, arena, polvo de mármol y acrílicos diluidos, trabajados en capas con espátula, como si estuviera revistiendo un muro de una villa romana y no un simple bastidor de madera.
El nombre Travertino no es casual. El travertino es la piedra con la que se construyó gran parte de la Roma Antigua: el Coliseo, la Fontana di Trevi, la Basílica de San Pedro. Es poroso, claro, eternamente erosionado. Francesca lo replica no para imitar su dureza, sino para invocar su memoria.
“Me interesa simular esa piedra. No desde lo literal, sino desde la evocación. Como si la obra fuera un fragmento extraído de un templo derrumbado. Como si el tiempo hubiera pasado por ella y dejado su huella”.
Y, sin embargo, la obra no es un fósil: está viva. Porque sobre esas texturas esculpidas —grietas, vetas, surcos, relieves— Francesca deja que la pintura corra como agua, se filtre, se acumule. El color no cubre, se funde. No pinta, revela.
A veces las biografías no se escriben en línea recta. En el caso de Francesca, la elección de estudiar periodismo no fue una contradicción, sino una ramificación más de su sensibilidad. “Siempre he tenido un gran amor por el periodismo. Y no lo veo tan distinto al arte. Ambos buscan comunicar algo profundo, desde una sensibilidad”.
El periodismo, dice, le ha entregado herramientas para narrar su propia obra. En un mundo donde el artista ya no solo pinta, sino que también tiene que explicar, difundir, contextualizar, contar una historia, saber escribir y hablar se vuelve parte del oficio. “Poder tener una narrativa clara de tu trabajo, saber comunicar tu propuesta, es fundamental. Y ahí el periodismo ha sido una gran ayuda”.

Pero más allá de lo técnico, también hay algo ético en su formación. Una necesidad de ir al fondo, de observar, de escuchar. Como si cada cuadro fuera una crónica visual. Un reportaje hecho de luz y yeso.
Logros y desafíos de un arte silencioso
A simple vista, su Instagram puede parecer una colección de imágenes delicadas, atmósferas serenas, espacios cuidados. Pero detrás de esa estética pulcra hay un trabajo físico y técnico que muchas veces se ignora. “Las obras son de gran formato, y el proceso es muy demandante. La gente no siempre se imagina que estoy literalmente esculpiendo con espátula, mezclando kilos de material, cargando, lijando”.
Además, como artista emergente, Francesca ha tenido que enfrentarse al otro lado del arte: el de los oficios múltiples. “Ser artista hoy es ser multitasking. Tienes que pintar, pero también ser gestora, emprendedora, diseñadora gráfica, community manager, administradora”.
Pero más allá de los obstáculos, hay una determinación férrea. Francesca no ha elegido el camino más fácil, pero sí el más fiel a su sensibilidad. Y eso se nota en cada obra, en cada detalle y también en la cosecha.

“Uno de los mayores logros en mi camino artístico ha sido la recepción del público. Ver cómo las personas se conectan emocionalmente con mis obras, ha sido muy lindo. También me ha llenado de gratitud poder exhibir mi trabajo en Área Design Vitacura, un espacio de interiorismo reconocido a nivel nacional, además acompañado de un equipo humano profesional que confió en mí y me abrió una nueva vitrina dentro del diseño chileno contemporáneo», comenta.
A nivel internacional, haber conectado con la galería Mi Art de Milán, que publicó un artículo sobre su trabajo en su revista Mondo Arte fue otro hito imborrable.
«Esta colaboración me abrió la puerta para futuras exposiciones e incluso un proyecto de intercambio cultural junto a su dueño Antonio Miniaci, entre artistas chilenos e italianos, algo que me entusiasma profundamente.”
El futuro inmediato la lleva de vuelta a Italia. En julio de este año, Francesca viajará a Milán para abrir una nueva etapa de exploración y crecimiento artístico. “Va a ser un desafío, pero también una fuente de inspiración enorme. La idea es seguir desarrollando mi obra allá, conectar con nuevos mercados, participar en exposiciones”.
El sueño es claro: internacionalizar su trabajo sin perder su raíz íntima, y ojalá crear intervenciones públicas que integren arquitectura, danza, pintura. “Siempre he soñado con hacer obras en espacios donde dialoguen distintas disciplinas. Que haya arte en la calle, en los muros, en la vida diaria”.
Y aunque su arte no grite, sí se instala. Como un murmullo que permanece. Como un eco antiguo que encuentra nuevas formas de decir. “Pinto desde la necesidad de capturar esa serenidad que da la naturaleza. Para que quien viva con la obra, pueda sentir lo mismo”.
Hay una paradoja hermosa en el trabajo de Francesca Piroddi: crea obras nuevas que parecen ruinas, superficies jóvenes que se sienten milenarias. Pero quizás eso es lo que el arte necesita hoy: no más velocidad, no más novedad ruidosa, sino pausa. Textura. Tiempo.
Francesca no pinta para provocar. Pinta para acompañar. Para ofrecer refugio. Para devolverle a la mirada su derecho a demorarse. En un mundo saturado de estímulos, su arte propone otra frecuencia: la del silencio visual, la del detalle, la de la contemplación.
Lo que vemos en sus cuadros —los cipreses, los mármoles, los muros descascarados, las aves— es solo la última capa. Debajo hay otras. Siempre otras. Como en la vida, como en el alma.
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