Después de dejar la docencia y encontrarse con la creación a través de la cerámica gres, Roberta Franke construye una obra donde la forma nace de la intuición, del tacto y de la escucha profunda del material.
Antes de ser ceramista, Roberta Franke fue muchas otras cosas. Fue profesora de inglés, fue mamá de tres, fue hija de un tallador aficionado y sobrina de una arquitecta legendaria. Fue también una espectadora silenciosa de los veranos en casas de madera que olían a tierra húmeda y a bosque nativo, donde el arte no se enseñaba, pero se respiraba. «Yo nunca hice nada con eso, yo fui una espectadora de estas maravillas», dice ahora, desde su taller en Las Condes, como quien vuelve a ver una película familiar antigua, donde todo estaba ya escrito, solo que en clave baja.
La historia de su llegada a la cerámica no tiene fuegos artificiales ni momentos de revelación mística. Fue más bien un proceso tímido, doméstico, casi accidental. Mientras criaba a sus hijos, buscando algo que pudiera hacer entre comidas, llantos y siestas, se inscribió en varios talleres. Uno de ellos, casi por azar, fue de cerámica gres. «Nunca creí que me fascinaría tanto», dice. Lo que empezó como una búsqueda de algo que “nutriera y entretuviera”, se volvió un amor fulminante, del tipo que agarra por la espalda y ya no suelta.
En un principio, sus piezas eran “horribles”, según sus propias palabras. “Mis primeros pocillos eran horribles, los veo ahora y son horribles”, repite riendo. Pero ahí, en esa torpeza primera, en ese barro rebelde que se niega a obedecer, algo la ancló. Lo sensorial, lo imperfecto, lo que no se puede controlar del todo. «La plasticidad de la cerámica es bien impresionante», cuenta. Hay en su forma de hablar del material algo de reverencia, como si hablara de una criatura viva que necesita ser comprendida más que dominada.

Roberta no estudió arte. No creció en un taller ni soñó de niña con tener sus manos cubiertas de arcilla. Pero hay algo en su biografía que parece llevarla inevitablemente hacia este lugar. Su papá, que quiso ser arquitecto y terminó domando caballos, tallaba maderas recogidas del sur, fabricaba barquitos, pintaba. Su tía, la arquitecta Cazú Zegers, diseñaba casas profundamente vinculadas a la geografía, donde la naturaleza no era un fondo, sino un personaje más.
«Siempre había algo, yo vivía algo como de recuperar y valorizar lo que la naturaleza nos proveía», dice Roberta. Ese vínculo silencioso, esa sensibilidad subterránea, floreció mucho después, cuando ya todo parecía definido.
Y fue precisamente esa falta de expectativas lo que le permitió entregarse de lleno al barro. No había que ser buena, no había que entender nada. Solo había que meter las manos, una y otra vez.
«Hay una cosa sensorial con el barro, científicamente comprobada, que produce placer, produce calma», explica.
Y fue esa calma, ese tiempo suspendido entre amasado y raspado, lo que empezó a transformar su oficio en una forma de estar en el mundo. No había una idea previa, no había diseño. Solo manos y materia, ensayo y error, y esa voz interna —a veces intuitiva, a veces técnica— que le decía cuándo cortar, cuándo doblar, cuándo dejar secar.
Entró al taller de Catalina Vial en 2019. Catalina ya era una figura reconocida en la escena cerámica nacional, y Roberta la conocía de antes. Fue su maestra, luego su mentora, y finalmente, su jefa. “Cata, déjame quedarme un ratito más”, le pedía. Y la Cata, generosa, la dejaba. Así, entre turnos espontáneos y noches de trabajo, Roberta fue ganándose un lugar hasta convertirse en su ayudante. “Aprendí todo el teje-maneje de un taller, que es muchísimo trabajo. Fue una muy buena escuela”, recuerda. Durante la pandemia, mientras medio mundo paraba, Roberta aprendía a ritmo acelerado los secretos de la cocción, del manejo de materiales, de la producción sin descanso.
Cuando Catalina se fue a vivir fuera de Chile, Roberta quedó en el aire. Pero a veces el universo hace lo suyo. Paulina Navarro, una ceramista con años de experiencia dando clases, la llamó casi por casualidad. “Ella sabía que yo estaba sin taller, y me dijo: tengo todo, muebles, horno, solo necesito a alguien buena onda al lado para dividir los gastos”. Y así, sin más, montaron su primer taller juntas en Vitacura. La electricidad era un desastre, el horno apenas funcionaba, y a veces tenían que llevar las piezas a quemar a Providencia. Pero había entusiasmo, libertad, tiempo para crear. Fue una etapa dulce. Luego se trasladaron al taller actual, que funciona en su propia casa, en Las Condes.
Las piezas de Roberta no siguen un patrón. No hay molde. No hay serie. «Si yo pudiera meterme adentro de mis piezas y rasparlas por dentro, lo haría», dice con humor. Trabaja con el barro como si fuera una conversación: lo escucha, lo sigue, a veces lo contradice. Sus obras escultóricas de gran formato —vasijas que rozan lo arquitectónico, cuerpos de cerámica torcidos, cortados, desbordantes— no buscan utilidad. Son, en sí mismas, su propia declaración de existencia.

“No descubrí la rueda”, dice humildemente. “Esto de romperlas, curvarlas, cortarlas… es algo muy sencillo”. Pero es precisamente en esa sencillez donde ocurre la magia. Las piezas, construidas a mano y pulidas por horas, adquieren curvas imposibles, líneas que parecen seguir su propia lógica. Roberta no impone, sugiere. La forma final es casi siempre una consecuencia de la forma en que el barro quiso comportarse. “Tengo un par en el taller que todavía no sé lo que les voy a hacer. Estoy esperando a ver qué me dicen”.
El taller como refugio,el barro como espejo
El taller que Roberta comparte con Paulina está lleno de piezas en espera. Algunas, recién bizcochadas, esperan su turno para ser esmaltadas. Otras, aún húmedas, descansan cubiertas por paños como si fueran cuerpos convalecientes. Hay herramientas, hornos, tazas que no son tazas y platos que no están hechos para contener comida. Es un espacio vivo, pero silencioso. Como una pequeña gruta donde el tiempo no entra del todo.
«Si no estuviera con gente, sería un oficio muy solitario», dice. Y se nota que valora ese contrapunto. Aunque su proceso creativo ocurre mayormente en soledad, el contacto con otros —alumnos, colegas, visitas ocasionales— le da otra textura a su día. Roberta no solo crea, también enseña. Y en esa práctica, que parecía ajena al arte, encontró un puente inesperado entre su formación como profesora y su oficio. “Trabajaba con niños, ahora trabajo con adultos, pero tienen las mismas inquietudes, son igual de desordenados”, dice entre risas.
Las clases, más que instancias de enseñanza, son momentos de conversación y retroalimentación. «Ver cómo ellas avanzan es también ver cómo yo influyo, cómo enseño, cómo crezco», reflexiona. En esa dinámica de dar y recibir, Roberta ha construido una comunidad alrededor de su taller. No solo un espacio físico, sino un lugar simbólico donde compartir dudas, experimentos, fracasos y pequeñas revelaciones.

Cada pieza tiene su propio tiempo. No se puede apurar el secado. No se puede forzar la forma. La cerámica, a diferencia de otras artes, castiga la ansiedad. Hay que aprender a esperar, a fallar, a empezar de nuevo. Roberta ha hecho de ese ritmo su método. Y también su ética. «Me gusta construir algo y después darle un vuelco: lo corto, lo doblo, le bajo el borde. Es como lograr que la misma pieza me vaya diciendo qué hacer».
En sus vasijas no hay una línea recta. No hay simetría. Hay más bien un sentido orgánico, como si cada objeto hubiera sido encontrado en vez de hecho. Como si siempre hubiera estado ahí, en la tierra, y Roberta solo lo hubiera rescatado. Hay algo en ellas que remite a lo arqueológico, a lo esencial. No en un gesto nostálgico, sino como una forma de buscar lo que permanece, lo que no cambia, lo que nos antecede.
Un ir entre avanzar y retroceder, entre construir y deconstruir— define su práctica. Roberta no persigue una forma final, sino un estado de tránsito. Lo que importa no es tanto el objeto terminado, sino el diálogo que tuvo con él mientras lo creaba.
Hay también una línea de objetos que se sitúa entre lo escultórico y lo utilitario. Tablas que funcionan como platos, porta velas que son casi pequeñas esculturas, objetos bellos que no necesitan una función para justificar su existencia, pero que, si se quiere, pueden sostener una vela o un aperitivo. Es su manera de hacer accesible lo bello, de permitir que más personas convivan con piezas únicas, sin caer en lo puramente decorativo. «No es un plato, no es una escultura. Es algo que tú puedes poner en tu casa y ya le da un toque de diseño al espacio», explica.
Esta línea más «aterrizada», como ella misma la llama, convive con su trabajo más escultórico sin conflictos. No hay una frontera rígida entre arte y diseño, entre forma y función. Todo en su taller parece moverse en un continuo, como las curvas de sus piezas: suaves, abiertas, sin ángulos tajantes. En su visión, lo bello puede ser cotidiano, y lo cotidiano también puede tener algo de sagrado.
Roberta no se define por un estilo. Rehúye las etiquetas. «Siento que los estilos encasillan bastante, y yo estoy en pleno proceso de crecimiento», dice con la convicción de quien ha encontrado en la incertidumbre una forma de libertad.
Quizás por eso, sus piezas parecen siempre estar en una especie de búsqueda, como si aún no terminaran de definirse.

Lo que sí ha logrado definir con claridad, es su rumbo. «Quiero consolidar mi creación en lo más escultórico, en lo más objeto de diseño», dice con voz firme. Y poco a poco, ese deseo empieza a tomar forma. En marzo, participó en la tienda de la Feria Ch.ACO, donde fue seleccionada junto a otros diseñadores para exhibir sus objetos. Fue su primera incursión en un contexto más amplio, más institucional. Y fue también una confirmación de que va por buen camino.
Pero su sueño mayor va más lejos. “Algún día quiero hacer una exposición”, confiesa, y lo dice como quien lanza una piedra al agua y observa las ondas que provoca. Sabe que no tiene prisa. Que su proceso es lento, meticuloso, profundamente intuitivo. Y que quizás, como sus piezas, su camino también se irá revelando a medida que avance.
La forma como gesto, el gesto como lenguaje
Cuando se observa una pieza de Roberta Franke, lo primero que llama la atención no es el color, ni siquiera la técnica, sino la forma. Una forma que se insinúa antes de definirse del todo, que parece moverse aun estando quieta, como si hubiese quedado suspendida justo en el momento en que se transforma. Hay algo en sus curvas, en sus bordes que se doblan como si respiraran, que remite al gesto más primitivo de la creación: el de amasar, el de sostener algo con las manos y darle un contorno desde el tacto.
“No pienso en el producto final, me dejo llevar”, dice ella. Esa frase, sencilla, podría ser el mantra que guía todo su trabajo. Porque en sus piezas no hay rigidez, no hay cálculo, no hay la ambición de alcanzar una perfección técnica. Hay, en cambio, una búsqueda por lo esencial, por la armonía entre lo que el barro quiere hacer y lo que su mano le permite. La cerámica como un baile sin coreografía. Es como si cada vasija contuviera no solo aire, sino también un silencio, una pausa, una invitación a mirar más lento.

«Ver cómo de un trabajo tan sucio y tosco resulta algo tan puro, delicado y fino es muy especial», dice. Y esa transformación —de lo rudo a lo sutil, del caos a la forma— es, en el fondo, lo que la fascina.
“Cada pieza adopta su forma única desde su naturaleza», escribió alguna vez. Y en esa afirmación se cifra buena parte de su sensibilidad. Porque en su taller no se imponen formas, se revelan. No se domestica el barro, se le escucha. Roberta trabaja desde una humildad radical: la de no creerse autora de todo, la de saber que hay una inteligencia en la materia, que el oficio está también en permitir que esa inteligencia aflore.
Esa relación con el material es también una forma de pensamiento. Una manera de estar en el mundo. Donde otros ven un oficio técnico, ella ha encontrado una práctica filosófica. No en el sentido abstracto, sino en el más íntimo: el de aprender a habitar la lentitud, a aceptar la imperfección, a conversar con lo incontrolable. El barro como un espejo que devuelve siempre algo que no sabíamos de nosotros mismos.

Hoy, con su taller consolidado, su obra comenzando a circular en espacios más amplios, y una comunidad en torno a su trabajo y enseñanza, Roberta Franke se encuentra en un momento de maduración. Ya no se trata solo de aprender, de experimentar, de ver qué pasa. Hay un norte. Hay una dirección. “Quiero seguir explorando la escultura, quiero dedicarme a lo no utilitario, a las piezas que hablen por sí mismas”, dice.
Pero, como siempre, sin urgencia. Su proyección no es una carrera, es un camino abierto, sin metas fijas. Quiere exponer. Sueña con una muestra donde sus vasijas de gran formato puedan respirar en un espacio amplio, donde el visitante pueda caminar entre ellas como si recorriera un paisaje mineral, arcilloso, blando y duro a la vez. Una sala donde cada objeto sea una pausa, un pequeño altar, una presencia viva.

Y más allá de esa aspiración puntual, su horizonte es simple: seguir haciendo. Seguir con las manos en el barro. Seguir sorprendida. La meta, si es que hay una, no es llegar a una forma perfecta, sino sostener el proceso, seguir habitando ese espacio incierto donde las cosas aún están por nacer.
En su casa, sus hijos también hacen cerámica. Tienen una repisa con sus creaciones bizcochadas, esperando el esmalte que nunca llega. «Les carga esmaltar», dice riéndose. Pero ahí están, sus piezas pequeñas, sus platos torcidos, sus pocillos incompletos. Hay algo hermoso en esa imagen: la herencia que no se impone, que simplemente ocurre. Como el arte en su infancia, como las casas de madera del sur, como los barquitos que tallaba su padre.
Roberta Franke es una artista silenciosa. Hecha de tierra, de agua, de fuego. De piezas únicas que, más que querer ser vistas, parecen querer ser escuchadas. Cada una de ellas dice algo distinto, pero todas comparten una misma voz: la de una mujer que, entre hijos, hornos, y tardes de pulido, encontró en el barro su manera de estar en el mundo.
Y quizás por eso, cuando uno entra a su taller, no entra solo a un lugar de trabajo, sino a una forma de vida. A un tiempo más lento. A una manera distinta de mirar. A un espacio donde la belleza no es un objetivo, sino una consecuencia inevitable de haber seguido al barro hasta el final.

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