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Topografía del alma: la obra de Andrea Arrivillaga

Jul 3, 2025 | Destacados, Objetos y Arte | 0 Comentarios

A veces, la vocación no llega como una decisión, sino como una visión. A los cinco años, Andrea Arrivillaga tuvo un sueño que le cambió la vida. Estaba sobre un monte, rodeada de personas que parecían perdidas, necesitadas de algo invisible pero esencial. Sintió que el amor, el abrazo y la paz eran la única respuesta posible ante la tragedia de ser humanos. Desde entonces, entendió que era poeta, artista, médium de un misterio que la excedía.

Se crió en Monte Águila, un pequeño pueblo de la región del Biobío cuyo nombre, proveniente del mapudungún, ya invoca un cruce entre tierra y vuelo. Su abuelo, Florencio Arrivillaga Arana —agricultor vasco cuyo nombre hoy lleva la calle principal del pueblo—, sembró no sólo en la tierra, sino también en la memoria de su nieta una relación fundante con el paisaje, la agricultura, el silencio.

Esa infancia en el campo no sólo formó su sensibilidad, sino que delineó las coordenadas espirituales desde las que opera su obra. “Mi entorno geográfico y emocional me habita”, dirá décadas después, con la voz pausada de quien sabe que el tiempo es una capa más del barro que modela.

La unidad profunda: barro y palabra

Andrea no concibe su oficio dividido en disciplinas. No hay una Andrea poeta y una Andrea ceramista. Hay una misma pulsión que se expresa en palabras y en forma, en silencio escrito y en barro trabajado. “Como poeta y artista, soy una”, dice. Su arte no parte del hacer, sino del ser. Y ese ser está imbuido de fragilidad, contemplación y entrega.

Su poesía ha sido prologada por figuras como Soledad Fariña y Raúl Zurita, y sus versos dialogan con el barro como dos ríos que nacen de una misma montaña. “Mi cerámica es un poema táctil”, explica. Y lo es: hay algo en sus piezas que no busca imponerse al espacio, sino invitarlo a un gesto íntimo, casi sagrado. Sus obras no gritan, susurran.

Nombres como Gruta, Lágrima, Cristal, Destello, Alumbramiento o Milagro son más que títulos: son invocaciones. Cada objeto emerge como un haiku visual, una forma que parece detenida en el instante exacto en que el alma respira.

Silencio, oración y barro

La materia prima de Andrea no es sólo la arcilla, sino también el silencio. Ese que ella invoca como si fuera un ancestro, una energía originaria desde donde todo nace. En su taller, las manos entran en comunión con el barro y el tiempo se suspende. No hay plan previo ni boceto rígido. Hay disposición, entrega, un dejarse moldear tanto como la pieza futura.
“El silencio es mi oración”, dice, y basta mirar sus obras para creerle. Son objetos que no piden ser útiles, sino habitados desde la presencia. A veces se quiebran, se abren, se retraen. Cada accidente es parte de la ceremonia. Nada es definitivo, todo está en tránsito, todo esta en es ligera suspensión en al que parece estar por momentos la propia vida, en ese etereo sentir profundo en que nos sumergimos muchas veces sin pensar, sin querer, y la mayoría de nosotros, sin habitar por completo.

En ese tránsito, el fuego aparece como catalizador y símbolo. “El fuego es el milagro”, afirma. Allí donde las manos terminan, empieza lo que ella no controla: la transformación. En el horno, la obra se vuelve otra, y con ella, también la artista.

Pero en el mismo camino aparecen los recuerdos, las nostalgias, los dolores, los saberes y alegrías, los misterios propios y algunos ajenos, que, como en su obra escrita, dan forma viceral, compleja pero sincera, entrincada pero directa a las voces que habitan su alma.

El gesto y la fragilidad como lenguaje

Andrea trabaja con arcilla, porcelana, bordado y dibujo, pero no por eclecticismo formal, sino porque su búsqueda estética no distingue entre soporte y sentido. Todo material puede ser tránsito hacia lo sagrado si hay gesto. Y en su caso, ese gesto está impregnado de compasión, de deseo de abrazar lo quebrado.

“La fragilidad humana es mi inspiración esencial”, dice. Y es eso lo que se percibe en la forma de sus piezas: una organicidad apenas contenida, como si cada volumen respirara. Nada está perfectamente simétrico ni pulido: hay rugosidad, textura, porosidad. Como en la vida misma.

Su obra no impone una verdad, sino que sugiere un estado: uno donde lo imperfecto no es defecto, sino belleza profunda. “El barro también me va trabajando a mí”, confiesa. Y en esa reciprocidad, hay humildad: la artista se sabe parte del proceso, no su dueña.

Donde habita el objeto

En su taller, Andrea no produce “objetos decorativos”. Cada pieza es presencia. Tiene vida, como si llevara consigo una historia dormida a la espera de ser tocada. Es por eso que no concibe su obra como algo estático. Cada forma busca habitar e interactuar con su entorno, no desde la funcionalidad, sino desde la resonancia.

Cuando habla del cruce entre arte y diseño, lo hace con una sonrisa que mezcla humildad y deseo: “Sueño con que mis piezas inspiren donde habiten”. Y es eso lo que ocurre. En una sala, una repisa, una esquina íntima de la casa, sus piezas parecen encender un resplandor callado. Se adaptan, sí, pero también transforman el lugar en donde reposan. Lo vuelven más humano.

Andrea ha colaborado con diseñadores y arquitectos, siempre desde la apertura, con “alegría, amabilidad y gratitud”. No le teme al cruce entre lo funcional y lo poético, porque en su universo ambos lenguajes pueden coexistir. La función no anula el alma; al contrario, puede ser su vehículo. Su piezas, dice, son su regalo, su entrega al universo y a quien la contempla.

Son palabras de una atista formada por la experiencia y que no se límita a u sólo sopoerte, sino que explora sin miedos las imiladas formas de usar su lenguaje, de entregar su mensaje. Ya sean pinturas, joyas, esculturas o poemas. Ya sean lienzos, telas, piedras o lápiz y papel. Es arte. Es palabra. Es Son. Es Luz.

Una artista sembrada en la tierra

Aunque su obra podría definirse como universal —por su mirada espiritual, por su estética sin tiempo, por su diálogo con lo intangible—, Andrea no niega sus raíces. Se reconoce habitada por el territorio, tanto en su forma visible como en su geografía interior.

Monte Águila, la Octava Región, las voces del Bío Bío, el canto de los trenes que ya no pasan, las huertas, las amistades de infancia, todo eso vive en su poesía y se filtra también en sus piezas. El territorio, para ella, no es sólo paisaje, sino huella emocional. “El barro guarda memoria”, podría decir, y su trabajo parece confirmarlo.

En sus piezas, como en sus poemas, está esa alma campesina, los recuerdos de su padre lavantanse al alba a ordeñar las vacas, las memorias de su madre jugando con los niños de la escuela o ayudando a los enfermos, los gritos alegres de su abuelo vasco al ver crecer manzanos en la arena.

Sin embargo, no busca inscribirse en un arte “latinoamericano”, “femenino” o “político” en el sentido más literal de la palabra. Su arte es más bien una ofrenda: al dolor, a la belleza, a la posibilidad de redención. “La Tierra es el cimiento de nuestra vida y somos sembrados en ella para volver de otra manera”, dice. Y en esa frase, tan sencilla como profunda, caben todos los continentes, todos los generos, todos dentro de todos, como proclama en su propio ‘Minucias’.

La forma del alma

Hay algo en la obra de Andrea que no se puede decir. Es aquello que vibra más allá del lenguaje, eso que se aloja en la mirada cuando se contempla una de sus piezas sin saber exactamente por qué emociona. Tal vez sea su cualidad de rito. Tal vez sea la manera en que su forma responde a lo que no se ve. Tal vez, simplemente, sea su autenticidad.

Ella misma no imagina las piezas antes de hacerlas. Se entrega. Las deja nacer. Las manos guían, pero también obedecen. Y luego, cuando el fuego termina de transfigurar la arcilla, ocurre el milagro. “Ese cambio que opera el fuego introduce algo nuevo que va más allá de mi imaginario”. Así, cada pieza es también un enigma. Una carta enviada por algo más grande, tal como el misterio que uno mismo es.

Si tuviera que nombrar una obra ahora, dice que se llamaría Milagro. Ese es su tono, su deseo, su testimonio. Un gesto que no grita, pero que transforma.

En el taller de Andrea hay una palabra que la acompaña últimamente: “mi propio misterio”. No es un concepto, es una pulsación. En ese misterio se anuda su historia, su búsqueda, su forma de mirar el mundo. Cada pieza que crea parece ser un intento de traducirlo.

Cuando le preguntan qué espera que alguien sienta al tener una de sus obras en su casa, no habla de estética ni de estilo. Dice: “Que contemplen en ella la búsqueda de la salvación de nuestras almas”. Lo dice así, sin temor a sonar trascendente. Porque lo es. Porque para Andrea Arrivillaga, el arte es un camino hacia lo invisible. Una topografía del alma.

Y en cada verso, en cada trazo, en cada fragmento de cerámica quebrada, algo se ilumina: una pequeña llama que invita a volver a lo esencial. A tocar con las manos lo que sólo puede vivirse en silencio

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